Primero, quiero
agradecer a los organizadores de este congreso por la invitación para
poder estar aquí, en esta ciudad que me trae muchos gratos recuerdos, y
poder reflexionar junto a ustedes sobre “Militancia y batalla cultural, a
través de esta breve y humilde charla, que sólo tiene la pretensión de
ser un aporte para el debate.
Luego, me
gustaría empezar señalando un hecho: las expresiones que ofician como
disparadoras de esta breve exposición molestan, inquietan a los sectores
dominantes de nuestra sociedad. Más que eso, generan su indisimulable
rechazo. “Militancia”, porque remite a luchas revolucionarias, a
insurgencia social, a pueblo que avanza en pos de transformaciones, de
justicia y de igualdad. Ellos prefieren los “operadores” a los
militantes: son más limpitos, más asépticos, más gerenciales, mucho
menos revulsivos.
“Batalla
cultural”, por su parte, pone en palabras la presencia de un conflicto,
no ya concreto, material, sino en el terreno de las concepciones del
mundo, de las creencias consagradas, del pensamiento. Y en ese terreno,
se sabe, los dueños del poder real prefieren que sus propias
concepciones sean aceptadas como naturales. En ese terreno, siempre
prefieren hablar de consenso antes que de confrontación porque el suyo
es el pensamiento hegemónico.
Por si eso fuera poco, la batalla cultural que nosotros creemos que sí se está librando en la Argentina
ha tenido como uno de sus puntos de partida precisamente la
revaloración de la militancia, después de dos décadas largas en que la
cultura dominante, expresada en los discursos de los grandes medios de
comunicación, la condenó a la condición de reliquia no muy estimada del
pasado reciente. La militancia, o más exactamente los militantes
populares, fueron el blanco de la furia genocida de la última dictadura
cívico-militar. La militancia como práctica resultó después sepultada en
una sociedad que abjuró de la política y que hizo de ella una actividad
casi vergonzosa.
La vuelta de la
política, se ha señalado reiteradamente, constituye uno de los grandes
legados del breve pero decisivo paso de Néstor Kirchner por el gobierno
del país. Él fue capaz de transmitirles a millones de ciudadanos que
nada había de inevitable ni de natural en la situación de catástrofe
social y económica que todavía los azotaba en 2003, que ella, por el
contrario, obedecía a razones históricas, que tenía responsables, y
sobre todo que se la podía cambiar con una herramienta irreemplazable:
la política.
En agosto de 2007, los socialistas que así lo habíamos entendido resolvimos aliarnos con el Frente para la Victoria,
sostener la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner, y sumarnos
activamente al gobierno que entonces presidía Néstor. Lo hicimos en un
Congreso partidario, después de un largo, abierto y profundo debate
interno. Para adoptar la decisión que adoptamos, tuvimos que superar
fuertes prejuicios muy arraigados en nuestro partido, y desechar
posiciones dogmáticas que nos habían mantenido hasta poco tiempo antes
en la oposición.
Lo hicimos.
Reconocimos que un dirigente de una fuerza política de la que habíamos
sido adversarios durante medio siglo estaba llevando adelante un proceso
de reformas democráticas y populares que debíamos apoyar sin retaceos
si queríamos ser consecuentes con nuestro propio compromiso militante
(eso, compromiso militante, nunca habíamos dejado de tener). Ese debate
también fue parte de una batalla cultural. En este caso, para sostener
que los socialistas, la izquierda democrática de raíz marxista, bien
podía entenderse y coincidir en la defensa de intereses comunes con la
izquierda nacional y popular.
La batalla
cultural en la que estamos empeñados todos los que formamos parte de
este proyecto nacional, y que ha sido y es fundamental en la
recuperación de las energías militantes, no solo pero sí principalmente
de la juventud, tuvo una expresión decisiva en el compromiso con una
causa que Kirchner enarboló desde un principio: la de los derechos
humanos, que se tradujo sobre todo en la aplicación de justicia a los
agentes del Terrorismo de Estado, protegidos hasta 2003 por una coraza
legal, judicial y política.
Hace ya algún
tiempo leí una entrevista con un joven hijo de detenidos desaparecidos
que acababa de recuperar su identidad. El muchacho se había negado
durante diez años a hacerse el análisis de ADN por lealtad a sus falsos
padres. Ante la pregunta acerca de la génesis de su cambio de actitud,
su respuesta me resultó llamativa: “Acá hubo un quiebre después del
2003, del resurgimiento de los derechos humanos”.
El joven dijo
“resurgimiento”. O sea que en su percepción, los derechos humanos habían
desaparecido, y volvieron a aparecer. Para los que somos un poco
mayores que él, y que tenemos por lo tanto una memoria política de mayor
extensión, los derechos humanos no dejaron nunca de estar presentes.
Pero estaban presentes en la sociedad civil, en los organismos, en las
Madres, en las Abuelas, en Hijos. Otra vez, en la militancia. Lo
que sucedió en 2003 fue que el Estado volvió a hacerse cargo de los
derechos humanos, como no sucedía desde los dos o tres primeros años
después de la dictadura.
El gobierno de Néstor Kirchner hizo una bandera propia de los derechos humanos, de la liberación de obstáculos para que la Justicia
pudiera hacer su tarea contra los responsables de la mayor violación
masiva y sistemática de esos derechos en nuestra historia. Y sabemos
cuánto se ha avanzado en este aspecto en los últimos nueve años. Hasta
el punto de que la Argentina, de ser un refugio para terroristas de Estado que no podían abandonar el país sin caer bajo la persecución de la Justicia
de otros países, ha pasado a constituirse en una avanzada mundial. Todo
esto, no sin la resistencia, abierta o solapada, de los sectores más
reaccionarios y de los cómplices orgullosos o vergonzantes de los
represores. En las redes sociales he visto reproducida más de una vez la
escena en la que Néstor Kirchner
ordena al general Roberto Bendini que baje de la pared del Colegio
Militar el retrato del convicto Jorge Videla. La leyenda que la
acompaña, dirigiéndose a Néstor: “Bajando un cuadro, formaste miles”.
Otra vez juntas, esta vez en la creatividad colectiva, la batalla
cultural y la militancia.
Desde luego que
el amplio campo de los derechos humanos no se limita al castigo de los
agentes de la represión ilegal, ni a la recuperación de su identidad por
parte de quienes habían sido privados de ella por la fuerza. Y
aunque en el país que ha sido escenario de la orgía criminal que fue la
última dictadura cívico-militar es lógico que ese sea un asunto
primordial, no es el único en que se ha avanzado. También se lo ha hecho
en el control por parte del Estado de sus propias fuerzas armadas y de
seguridad, en particular en lo que se refiere a la prohibición de
reprimir la protesta social, y se ha procurado mejorar las
calificaciones democráticas de la formación de sus efectivos.
No obstante,
las cárceles siguen siendo horribles depósitos de pobres, y los sectores
más desvalidos siguen siendo víctimas de los abusos y de la violencia
policiales. He ahí dramáticos conflictos que demandan de nuestra
perseverante militancia en defensa de los derechos humanos vulnerados, y
que seguramente hallarán enconadas resistencias, no solo de parte de
sectores interesados en que nada cambie en ese aspecto, sino también en
el sentido común de amplias capas de la población, alentadas por los
medios de masas. Es que se trata, nada menos, que de los derechos de
quienes infringen la ley. Será, sin duda, un capítulo particularmente duro de nuestra batalla cultural, que va a demandar un enorme esfuerzo militante.
Una victoria
parcial pero sumamente significativa contra las líneas más resistentes
de la cultura dominante se consiguió, con una activísima militancia, con
la sanción del matrimonio igualitario. Otro escollo seguramente aun más
difícil aguarda en el debate ya iniciado acerca de la despenalización
del aborto. Más ampliamente, puede decirse que lo que está en juego en
estos casos es el carácter mismo del Estado, por cuyo laicismo debemos
emplearnos a fondo Es que el laicismo resulta una condición necesaria
para la efectiva igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, de modo
que un Estado democrático no puede, sino que debe ser laico.
Cada avance,
cada reforma democrática que se ha alcanzado en los últimos nueve años,
ha formado parte de una batalla contra ideas hegemónicas, prejuicios
arcaicos, intereses revestidos del ropaje de las más nobles tradiciones:
la recuperación por parte del Estado de su papel en la conducción de la
economía, el fin del alineamiento automático con los Estados Unidos, la
sanción de la ley de medios, por poner solo algunos ejemplos. Cada uno
de los que falta formará parte de esa misma batalla, y necesitará de una
cada vez mayor participación de la militancia, porque a medida que se
profundice, el proyecto nacional, popular y democrático será más y más
resistido.
Fue la propia Cristina la que dijo en el discurso de su primera asunción presidencial que mientras haya un solo pobre en la Argentina
no podremos decir que hemos cumplido con nuestra tarea. Y sabemos que
cada avance en la lucha contra la desigualdad exige vencer la
resistencia de los privilegiados, que no suelen desestimar ningún
recurso. De allí que se hace imprescindible acumular fuerzas militantes,
que sostengan e impulsen con vigor el programa de reformas. Mal que les
pese a nuestros adversarios, militancia y batalla cultural no forman
solamente parte protagónica de la realidad política, sino que van, por
añadidura, irremediablemente juntas.
Muchas gracias
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